Pues aquí dejo este
relato que hace tiempo que me ronda la cabeza y que intento escribir, y que no
sé si voy a ser capaz de terminar.
Una vez más era 31 de octubre, fecha en la que se celebraba
Samhain, en gallego Samaín, o digamos simplemente Halloween, pero para Luna
además era el día de su cumpleaños. Haber nacido ese día del año a las 11:59 de
la noche y llamarse Luna no la ayudaba mucho en sus intentos fallidos de
parecer normal. Pero para entender un poco mejor la singularidad de nuestra
amiga debemos conocerla un poco mejor.
Luna era una niña menuda y delgada. Sus ojos verde oscuro como
el bosque bajo un cielo de tormenta encerraban demasiados misterios para
pertenecer a un ser tan pequeño, su cabello rubio platino, tan claro que era
casi blanco y su piel tan blanca como la porcelana le otorgaban una belleza
extraña más propia de una criatura de cuento de hadas. En el pueblo, que era un
pueblo pequeño, hubo muchos rumores cuando Luna nació, los vecinos se cuchichearon
muchas historias al calor del brasero. Historias que se olvidaron con las
lluvias de la primavera, y aunque inicialmente no había hombre, mujer o niño
que pudiera evitar quedarse mirando al bebé, hipnotizados, todos aprendieron en
un plazo razonable de tiempo a ignorar ese par de ojos verdes demasiado
oscuros, demasiado extraños que todo lo miraban y que nunca lloraban. Así que
la niña creció, y fue una niña solitaria. Era de esperar, como hemos dicho,
todos en el pueblo sabían que era una niña extraña. Aun así, no fue una niña
triste para nada, pues su madre la quería mucho y su abuelo le consentía todo.
Y bueno, luego, con el tiempo, también estaba Gabriel, que desde que se quedó
huérfano de padre, se convirtió en su único y mejor amigo.
Fue en un accidente de la mina en el que él mismo estuvo
atrapado bajo tierra durante tres días. Lo sacaron gravemente herido y necesitó
más de un mes para recuperarse lo suficiente como para salir de la cama. En
esos días tuvo muchos delirios y en muchos de ellos estaba Luna, sus ojos
verdes y su melena plateada como un faro en la oscuridad – ¡Luna! – gritaba –
Él te busca, Luna. Ten cuidado. No le dejes que te encuentre. – y seguía
llamándola en sueños. Su hermana que le cuidaba, intentaba calmarlo sin éxito.
Finalmente, Laura, rota de dolor por la muerte de su padre, decidió que no iba
dejar morir a su hermano sin intentar conseguirle un poco de paz. Así que se
secó las lágrimas lo mejor que pudo, se acercó a casa de María y le pidió
permiso para que Luna fuese a visitar a Gabriel. Por aquel entonces, ella tenía
12 años y él 16. Y aunque no fue fácil convencer a María, y aunque todos en el
pueblo susurraron que fue extraño, aquella tarde Luna y su madre fueron a ver a
Gabriel cuando la primera volvió de la escuela. A partir de ese día Gabriel no
volvió a delirar y Luna pasó por su casa cada tarde. La niña le contaba que su
gata Caprichosa había parido, le contaba que había ido al bosque a buscar
lavanda para su madre, o a recoger robellones con su abuelo. Le explicaba entre
risas como doña Clara, la maestra, se quedó dormida en clase mientras leían, o
le enseñaba a hacer nudos marineros con la ayuda de un libro que había
encontrado y que era de su abuelo. Tarde a tarde los días pasaron, Gabriel se
recuperó y los dos se hicieron inseparables.
Gabriel no volvió a ser el chico que todos conocían. Lo que
ocurrió abajo en la mina se le quedó incrustado bajo la piel. La oscuridad le
asustaba, pero en el pueblo nadie osó hacer comentario alguno al respecto.
Nadie comentó tampoco como se alejó de todos y si era raro o apropiado que
prefiriera pasar su tiempo con una niña de 12 años. Nadie dijo nada tal vez
porque su padre había muerto, tal vez porque en el pueblo estaban acostumbrados
a obviar lo extraño y a esa niña extraña. Y llegó el verano y ya nadie parecía
percatarse de esa extraña pareja de amigos. Él tan grandote de pelo castaño
enmarañado y unos ojos color miel llenos de furia contenida que solo parecían
suavizarse cuando salía el sol, y ella tan pequeña con su melena de plata
peinada. A los dos les encantaba ir a la playa del acantilado y tirarse el día
entero bajo el sol. A mitad de verano la piel de Gabriel era del color de la
canela. Luna por el contrario no cogía color ni se quemaba. Daba igual cuantas
horas se pasara al sol, su piel siempre pálida hacía honor a su nombre. Una
particularidad más que demostraba su singularidad.
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