martes, 22 de febrero de 2011

Pólvora y Cenizas

Cuando despertó le costó un poco saber donde estaba. El aire era denso y frío, sabía a pólvora y cenizas, y olía… olía… sólo quería vomitar. Le dolía la cabeza y no se podía mover. No podía reconocer que era lo que le impedía moverse. Estaba muy oscuro, se sentía mareada y a medida que iba recobrando la conciencia el miedo ganaba terreno. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado? El miedo llamaba a la puerta de la conciencia cada vez más fuerte. Lo que fuera que la aprisionaba era inmenso y muy pesado, y estaba caliente y mojado. Él pánico empezó a imperar sobre el miedo, el aire frío aguijoneó su memoria, el pensamiento se formó de forma instantánea en su cabeza y como una ola gigante llegó a los límites de su consciencia para arrasar con todo lo que encontró a su paso. Quiso gritar pero solo pudo vomitar. Chris yacía muerto sobre ella. Desangrado. Todavía estaba caliente. El dolor de su corazón convirtiéndose en piedra fue insoportable. No necesitaba ver para saber. No quería ver. No podía moverse. No quería moverse. Solo quería quedarse ahí, para siempre con su dulce y amado Chris. El dolor en su pecho era tan real, como si un puño de hierro le estuviera agarrando el corazón con la saña de un perro rabioso. Sabía que no quedaba nada. Que detrás de toda esa oscuridad no había nada. Que su pequeño mundo perfecto había sido destruido. Que toda la belleza creada con tanto esmero en había sido arrasada. Que no quedaría nadie para atestiguar cuan hermoso fue su pequeño paraíso. Cerró los ojos. La oscuridad daba menos miedo con los ojos cerrados. Buscó a tientas la mano de Chris, consiguió removerse un poco bajo su peso y se abrazó a él. Sintió las lágrimas correr por sus mejillas y se quedó allí, llorando por todo lo que fue y ya nunca sería. Llorando por tanto amor perdido.